Nostalgia

Muchos preparativos ocurrían, como todos los 18 de septiembres de mi infancia, semana de celebración de la Independencia de Chile.  Papá traía de su fiambrería ubicada en plena estación central, aceitunas y pasas para las empanadas, los huevitos “de primera” para comerlos cocidos.  Se venteaba la bandera, que había estado descansando durante todo el año en ese baúl de invierno acompañados de bolitas de naftalina. Mamá comenzaba con un mes de anticipación las costuras de faldas y chaquetones para las “niñitas”, blusitas blancas con algún “caprichito de la moda”, como solía decir. Era la ocasión para sacar “tenida nueva”.

Para papá era una de las épocas mas atareadas en su negocio por ser abastecedor de tan preciados ingredientes para la ocasión, entre otros productos.  Sus 3 hijos y nuestros primos, ya mas grandecitos, en nuestra adolescencia en esas fechas, nos constituíamos en mano de obra para pesar en bolsitas, nueces, pasas, aji en pasta y otros. Entre tanto ajetreo, sacaba tiempo para pintar la casa por fuera, tradición de la clase media chilena.  Vivíamos en la zona periférica del centro de Santiago. En la calle Toesca 1758, perpendicular a la calle Castro por un lado y de la calle Ejército por el otro. La primera, muy bulliciosa, de negocitos de barrio y cités de casitas precarias hechas de adobe, por donde transitábamos habitualmente, conociendo hasta los borrachitos que eran parte del escenario.  Era la trastienda de las casas señoriales, grandes mansiones de la calle Ejército, donde vivían familias con muchos hijos, pertenecientes a la clase alta chilena, calle que caminábamos a diario los días de semana camino al colegio.

El estreno de la ropa nueva era para el día 18, emblemático. Desde mi abuelita Dora, hasta los más pequeñitos, como mi hermano Chago, mi primo Juan Pepe y yo, además de tías y tíos, papá y mamá, completábamos una fila completa del Circo “Las Águilas Humanas”, del Teatro Caupolicán. Era toda una fiesta, con risas y llantos. Salía el Sr. Corales anunciando el inicio del espectáculo y nuestros coranzoncitos comenzaban a latir con fuerza.  Los payasos eran nuestros predilectos, y el terror nos invadía cuando lanzaban a uno de ellos por un cañón, al igual que con las piruetas en el aire de los acróbatas. 

El día 19 fue siempre muy esperado. Día de la “Parada Militar”. Un despliegue impecable del ejército chileno, de educación prusiana, vestidos con sus uniformes de gala, desfilaban por la calle Ejercito, en su camino de vuelta de haber rendido honores al Presidente de la República, en la tarde de ese día. Mamá preparaba empanadas y cocía huevos para los niños. Nosotros teníamos dos tareas importantes ese día: llevar las sillas del comedor a la esquina y desplegar las 6 en la vereda, para las abuelas y tías, y cuidarlas durante toda la mañana. Nos turnábamos, con mucho gusto.

No había tranquilidad para almorzar, el nerviosismo y la espera apretaba nuestros estómagos, a la espera de tan magno espectáculo. Papá tenía un camioneta, con que distribuía mercadería a pequeños negocitos de barrio, la estacionaba muy temprano en esa esquina que nos apropiábamos como si fuera nuestro palco.  Los chicos comenzábamos a ver “la parada militar” subidos al pick up de la camioneta,  instruidos por los adultos, queriendo protegernos de la multitud y del paso de la caballería. Obedecíamos conquistados con el “cocaví” de empanadas hechas por mamá. Poco nos duraba nuestra quietud en el lugar. Le dejábamos paso a los vecinos y nosotros nos instalábamos en la vereda.  Teníamos la primera vista de esas piernas firmes y ordenadas cual bandada de pájaros, guiadas por un guaripola, erguido y elegante. ¡“Paso de parada”! - gritábamos, guiadas por nuestras primas ya adolescentes, cuando divisaban al pololo que apenas se distinguía en ese armonioso despliegue de estética y fuerza, dejada por los golpes de tacones sobre el pavimento rociados de gravilla y la banda de bronces que avivaba nuestro entusiasmo.  

Esta fiesta fue celebrada de la misma manera hasta nosotros siendo adultos. Incluso cuando nos cambiamos de barrio, repetíamos nuestra tradición de llegar a ocupar “nuestro palco”. ¡¡¡Como recuerdo con nostalgia y alegría esa fiesta familiar¡¡¡ De admiración por unas fuerzas armadas que cumplían con su rol de defender la soberanía y la integridad territorial, ajenas a la política contingente.

Nunca más pudimos celebrar nuestra chilenidad en familia como lo hacíamos entonces con alegría y orgullo. ¡Hoy me invade la tristeza y la añoranza que algún día ocurra el perdón y podamos volver a celebrar como entonces nuestras Fiestas Patrias!

17 de septiembre, 2023

Ana María Torres

Frutillar, Chile,

Pamela Zahler